martes, 27 de noviembre de 2012


RELATO DE LA LUNA LUNA

Foto: RELATO DE LA LUNA LUNA

La luna no es tan silenciosa como creemos, en las noches de resaca, silva al oído de los borrachos que duermen en las calles, les sopla secretos que tan sólo ella conoce. Confía en ellos sus temores, fundados en la gente. Le contaba a Juan el chico que cuando los ecos de las escopetas de la guardia civil resonaban en el llano de la Pedriza, la tierra se abría en surcos para dar cabida a las múltiples familias de rojos que se escondían entre la frondosa colina acallada por la noche. El humo de los cigarrillos se helaba en el aire, mientras los cascos de los caballos daban la voz de alarma. El cabo Santos Robledillo, ladeando su capa de charol negro, escrutaba entre las sombras del bosque. <i>Pero era yo, le decía entonces la luna a Juan el chico. Era yo quien incitaba al caballo para que repiqueteara con descaro, y así poder avisar a María la hornera, que aguardaba en el llano desde hacía más de dos semanas con su bebé Carmela en brazos sin saber ya con qué amamantarla; se estaba quedando seca de no comer. Y a Pozuelo, el abuelo de Juanete, a quien también le zozobraba la mano bajo el bastón cada vez que se acercaba la benemérita. Era yo le decía, porque el ruido de los justicieros podía salvar alguna esperanza para España. Porque aquellos que duermen en paz, con el alma blanca de tranquilidad, están desprevenidos, y hay que arrancarles la manta de un tirón para que tengan ojo avizor</i>. El viento sopló con furia y arrastró los cartones húmedos que envolvían a Juan el chico. El pobre despertó sobresaltado justo cuando un joven se aproximaba hacia él, seguido de un grupo de muchachos que sostenían cadenas y cascos de botellas de cristal en las manos. Juan aún tuvo tiempo de sentir el escalofrío en su cuerpo antes de saltar del banco, que le había servido de cama en los últimos meses. Trepó por la reja de metal y descendió por el Pasaje de Valor. Anduvo durante unos minutos alejándose cada vez más del barrio de los costales, y giró a cobijarse en un portal de la calle Amadorio. Sin percatarse había llegado a la puerta de la que un día fue su casa, su hogar, antes de ser despedido.


La luna no es tan silenciosa como creemos, en las noches de resaca, silva al oído de los borrachos que duermen en las calles, les sopla secretos que tan sólo ella conoce. Confía en ellos sus temores, fundados en la gente...

Una noche, en marzo de este mismo año, le contaba a Juan el chico que hace mucho tiempo, cuando los ecos de las escopetas de la guardia civil resonaban en el llano de la Pedriza, la tierra se abría en surcos para dar cabida a las múltiples familias de rojos que se escondían entre la frondosa colina acallada por la noche. El humo de los cigarrillos se helaba en el aire, mientras los cascos de los caballos daban la voz de alarma. El cabo Santos Robledillo, ladeando su capa de charol negro, escrutaba entre las sombras del bosque. 

"Pero era yo, le decía entonces la luna a Juan el chico. Era yo quien incitaba al caballo para que repiqueteara con descaro, y así poder avisar a María la hornera, que aguardaba en el llano desde hacía más de dos semanas con su bebé Carmela en brazos sin saber ya con qué amamantarla; se estaba quedando seca de no comer. Y a Pozuelo, el abuelo de Juanete, a quien también le zozobraba la mano bajo el bastón cada vez que se acercaba la benemérita. Era yo"_ le decía, "porque el ruido de los justicieros podía salvar alguna esperanza para España. Porque aquellos que duermen en paz, con el alma blanca de tranquilidad, están desprevenidos, y hay que arrancarles la manta de un tirón para que tengan ojo avizor."

El viento sopló con furia y arrastró los cartones húmedos que envolvían a Juan el chico. El pobre despertó sobresaltado justo cuando un joven se aproximaba hacia él, seguido de un grupo de muchachos que sostenían cadenas y cascos de botellas de cristal en las manos. Juan aún tuvo tiempo de sentir el escalofrío en su cuerpo antes de saltar del banco, que le había servido de cama en los últimos meses. Trepó por la reja de metal y descendió por el Pasaje de Valor. Anduvo durante unos minutos alejándose cada vez más del barrio de los costales, y giró a cobijarse en un portal de la calle Amadorio. 

Sin percatarse había llegado a la puerta de la que un día fue su casa, su hogar, antes de ser despedido.

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